viernes, 13 de mayo de 2016

Día XIV




Nunca se peinaba por las mañanas, decía que tenía cosas más importantes que hacer.
Tenía una manía un poco absurda de comer siempre de pie, corriendo y de no disfrutar 
de ese momento que a mi tanto me gusta.
Fumaba más de la cuenta y a veces bebía más de lo que debería.
Y ya ni hablemos de ponerse guapa, eso lo hacía una vez cada mil años.

Pero creedme si os digo que brillaba con luz propia.
Sus ojos de gata, su manera de bailar.
Su lunar con forma de patata triangular en la espalda, junto al omóplato derecho, sus
rodillas huesudas perfectamente imperfectas.
Joder, era una explosión de color, de vida, de sentimiento.

A veces me sacaba de quicio y no soportaba sus prisas.
Pero entonces la miraba; recordaba y olvidaba.
Recordaba su risa, su olor a melocotón, sus ganas de volar, lo mucho que me quería, 
lo mucho que yo la amaba.
Y olvidaba sus prisas, sus excesos de equipaje “coge esto, y esto, ¡ah! ¡y esto!” 
¿para qué? Si no piensas quitarte el moño y mi camiseta en todo el viaje…”, 
sus guerras mundiales por absurdeces.

Bueno no, sus guerras mundiales jamás las olvidaría.
Esas, amigos, eran las mejores.

Sus guerras siempre me llevaban a las trincheras que conectaban con sus piernas

y luego, paz, calma, tregua. 










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